Sunday, September 03, 2006

NAGUIB MAHFUZ (1911-2006)

Recordando al Nobel egipcio recientemente fallecido en El Cairo, incluyo un resúmen de su obra y biografía. Así como algunas fotografías y caricatura, al final del texto, en un sentido homenaje.

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Naguib Mahfuz y los faraones.El antiguo Egipto en la obra literaria de un Nobel

El laureado escritor egipcio habría cumplido 95 años este 2006, y su extensa y prolífica obra ha sido ponderada por muchos especialistas de diversos ramos, pero no todos han subrayado el valor e importancia de sus primeras novelas, todas ellas ambientadas en los tiempos de los faraones.

Nacimiento y desarrollo de un premio Nobel
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El 11 de diciembre de 1911 nació, en una modesta vivienda de la calle Darb el-Qirmiz, en el populoso distrito de el-Gamaliyya del Viejo Cairo, Naguib Mahfuz Abd el-Aziz, que debe el nombre por el que es mundialmente famoso, al médico Naguib Mahfuz Pashá, quien asistió a su madre en el trance de un difícil parto. Naguib era el menor de siete hermanos, un número al que siempre se ha adosado un tinte mágico en las tradiciones de la tierra del Nilo.
Su padre, Mahfuz Abdul Aziz, era, por ese entonces, un funcionario del Ministerio de Educación, musulmán fervoroso y admirador del nacionalismo naciente. Al igual que muchos de sus contemporáneos, ensalzaba a hombres como Mustafá Kamil, Saad Zaglul o Mohamed Farid, quienes bregaban por liberar a Egipto del dominio británico. Su madre, Fátima Mustafá, era analfabeta, pero contribuyó mucho a la educación de su pequeño hijo: lo sacaba en largos paseos por las pirámides de Guiza y las grandes mezquitas de su barrio. A poco de nacer el niño, la familia se trasladó a otra zona más moderna, el-Abbasiyya, pero el párvulo denotó una fidelidad inquebrantable por el área de su nacimiento, a pesar de su inicial alegría por mudarse a una casa con jardín, que es el sueño de todo egipcio.
Naguib, como otros niños musulmanes, comenzó su formación en la escuela coránica (kuttab) dirigida por el sheij el-Buhayri, mas sufrió un cuadro epiléptico que le impidió concurrir a ella por un tiempo, durante el que tuvo que permanecer convaleciente en su casa. Siendo nueve años menor que el más próximo de sus hermanos, se transformó en el Benjamín de la familia. Según ha confesado él mismo, poco es lo que recuerda de aquellos días tempranos de su niñez, fuera de la impresión que le provocó la revolución de 1919 contra los ingleses.

Tenía siete años cuando recé una oración por la revolución. Una mañana me dirigía a la escuela primaria, acompañado por la criada. Andaba como si me llevaran a la cárcel. Llevaba en la mano un cuaderno, en los ojos una mirada de desánimo y en el corazón un ansia de anarquía. El aire frío me picaba en las piernas, descubiertas por debajo de los pantalones cortos. Encontramos la escuela cerrada, y al bedel diciendo en voz alta: “Debido a las manifestaciones, hoy tampoco habrá clase”. Una ola de alegría me invadió, trasladándome a las playas de la felicidad. Desde lo más profundo de mi corazón le pedí a Allah que la revolución durara por siempre. *
(*) Ecos de Egipto. Pasajes de una vida, 19.

Claro que las razones no fueron políticas, sino que su deseo se debía a que a causa de la revuelta las clases eran suspendidas y los estudiantes devueltos a sus hogares. Allí, su abuelo, cuya muerte le causaría una gran impresión, se solazaba en contarle cuentos tradicionales, relatos que encenderían desde temprano su imaginación, para no dejar de arder hasta hoy en día.
Pero la diferencia de edad con sus cuatro hermanas y dos hermanos mayores, sumado al hecho de que los viera más como padres que como hermanos, y a que mucho de su tiempo lo pasara solitariamente, llevó a Naguib a encontrar en sus amigos y compañeros del viejo barrio, a las personas que, después, le acompañarían hasta en sus relatos y, como ha dicho en reiteradas ocasiones, muchos de ellos han sido material de inspiración para tal o cual personaje en sus novelas y cuentos.

En 1925, terminando sus estudios primarios, ingresó a la Escuela Rey Fuad, en donde siguió los estudios, en los que sobresaldría en lengua árabe, historia y matemáticas, si bien era un ávido lector de la literatura clásica y moderna de su país. Fue en ese entonces que conoció la obra de el-Yahiz, el-Manfaluti y Taha Hussain, entre otros. Algunos amigos de esa época, como Adam Rayab, recuerdan su afición por el fútbol y la música, así como sus salidas de parranda con sus amistades, recorriendo los viejos barrios de El Cairo, sus gurás y qahwa (“cafés”), costumbre que conservó hasta que, en 1994, sufrió un desgraciado atentado a manos de un fundamentalista por su obra “Hijos de nuestro barrio” (Awlad harati-na), considerada herética por los fanáticos del Islam, del que se salvó por milagro y le recluyó hasta la actualidad en su hogar.

Ya en su adolescencia se volvió un inveterado lector de novelas policiales occidentales vertidas al árabe, y se hizo un cinéfilo consuetudinario por las películas “de aventuras”, fascinándose especialmente por aquellas en las que los “héroes” y quienes luchan contra viento y marea por acceder a sus aspiraciones lo consiguen luego de denodadas vicisitudes. Paralelamente, comenzó a consumir el género sentimental – principalmente cultivado hasta ese entonces por Mustafá Lufti el-Manfaluti -, y también el histórico novelado de autores occidentales. Fue cuando se decidió a redactar sus primeros esbozos literarios, siendo el primero de ellos un intento de imitación de los populares cuentos policiales de su compatriota Hafiz Nayib; tan sólo contaba con 17 años. Igualmente, escribió otros escritos, en la vena de los de el-Manfaluti, varios poemas y una suerte de novelette autobiográfica: pero de toda esta obra ni una sola vería nunca la luz.
Para cuando terminaba el secundario, ya conocía de sobra la producción de sus contemporáneos como Taha Hussain, uno de los autores que más le impresionó, y, principalmente, los relatos Diario de un fiscal rural y El despertar de un pueblo de Tawfik el-Hakim.

Como todo artista, Naguib era un apasionado de la música, e incluso por un lapso de tiempo tomó clases de qanún – suerte de cítara árabe – en el Instituto Árabe de Cultura, mostrándose como un auténtico fan de la famosa cantante egipcia Umm Kulzum y de Salih Abdul Hash, una de las voces masculinas más renombradas de la época. Pero estas veleidades musicales apenas duraron un año de su vida, ya que pronto desvió sus intereses hacia la Ciencia y la Literatura. En 1930 entró a la universidad Rey Fuad I – ahora llamada Universidad de El Cairo -, cursando la carrera de Filosofía, se afilió al Partido Wafd – socialista -, y publicó artículos políticos y literarios en varias revistas, pero su literatura más pretensiosa era rechazada por los editores en forma sistemática. Para él, en esos días, la filosofía era más importante que la literatura, considerando que tenía un mayor fundamento: la búsqueda de la Verdad. La obra literaria de ficción, según decía entonces, sólo era entretenimiento, no una herramienta adecuada a tal búsqueda. Uno de los filósofos occidentales que más influyó en su conciencia fue Henri Bergson y su concepto de que el Universo y el ser humano están en movimiento perpetuo y cambio. Esto hizo que renaciera dentro de sí aquellas impresiones tempranas de un Egipto en lucha por la independencia, a la que identificó como la lucha interna del hombre por su propia liberación.

Graduado en 1934, obtuvo un cargo en la universidad misma, luego de fracasar en un intento por obtener una beca en Francia para continuar estudiando. Al mismo tiempo, se decidió a preparar su tesis doctoral, a la que intituló Mafhum el-yamal fi l-fahsafa l-islamiyya (“El concepto de la Belleza en la filosofía islámica”), la cual no llegó a terminar por carecer de tiempo para ello. Ese mismo año, comenzaron a aparecer sus relatos en la revista el-Mayalla el-Yadida el-Usbuiyya, bajo la dirección de Salama Mussa.
Una vez despejado de mi dilema entre la filosofía y la literatura (…) el conocimiento de la literatura moderna me pareció prioritario, y decidí comenzar por ahí (…) Por eso tuve que leer las obras de literatura universal en traducción inglesa (…) Sucumbí al encanto de Shakespeare, su ironía, su énfasis (…) Admiré también a un O’Neill, Ibsen; descubrí con placer a Dos Passos. En cambio, Hemingway me dejó indiferente, a excepción de El viejo y el mar. Faulkner me pareció más complicado de lo razonable… *
(*) Citado por Gamal el-Gitani, Nayib Mahfuz yatadhakkar, 76.

En 1939 pasó a ocupar un puesto en el Ministerio de Asuntos Religiosos, en el que permanecería por quince años, consiguiendo así un contacto fluído y directo con muchos aspectos de la vida religiosa islámica, y redactó algunos ensayos filosóficos, entre ellos uno dedicado a la filosofía de Bergson. Ese año tuvo una significativa importancia para Naguib y para nuestro estudio, ya que señala el inicio de la impresión de su primera novela histórica propiamente dicha.


La opera impresa de Mahfuz empieza con una novela llamada Abaz al-Adqar, que significa Ironía del destino (también traducida como Destinos absurdos); en español, su nombre ha sido transformado en La Maldición de Ra. Keops y la Gran Pirámide, intentando avisar al probable lector acerca de su argumento. El ambiente en que fue situada la acción es el Egipto de la época del faraón Quéope, aunque no tiene mucho que ver con su pirámide, como sugiere el título así vertido.
Este recurso no era ninguna novedad para los tiempos en que el libro salió de la imprenta; por el contrario, estaba en consonancia con un género entonces muy en boga y al que la crítica considera inscrito en la “tendencia realista” que emplearon ciertos autores egipcios en los años ‘20 y ’30 del siglo XX. La primera novela que recurría al antiguo Egipto como marco de argumentación fue escrita en 1933 por Tawfik el-Hakim, bajo el nombre de Awdat er-Rush, “El retorno del espíritu”, que, en español, fue traducido como El despertar de un pueblo por Federico Corriente. Tanto el título como las frases que introducen sus dos partes están inspirados en el Libro de los Muertos, referidas al mito de Osiris, su desmembramiento por Set, y su reunión y renacimiento por Isis y Neftys. En verdad, el mensaje a los lectores era muy claro: Osiris era Egipto e Isis y su hermana el espíritu nacionalista que expulsaría al malévolo Set, quien representaba a los ignominiosos extranjeros, y restauraría el honor egipcio. El relato gira en torno a una familia media hacia el final de la Primera Guerra Mundial, pero en ningún momento se mencionan las circunstancias políticas ni la puja por la liberación que se estaba desenvolviendo paralelamente. Es más, la revolución de 1919 sólo está referida hacia el final del relato, pero despojada de toda connotación.

Sin embargo, Naguib Mahfuz fue el primer escritor egipcio que usó de lleno el recurso del “escenario faraónico” para hacer críticas o dar apoyo a la situación socio-política imperante en su país en aquellos difíciles días. Un año antes de la apación de su novela, había traducido al árabe el libro de James Baikie, Ancient Egypt, con el nombre de Misr al-Qadimah, lo que le permitió familiarizarse profundamente con la larga historia faraónica, siendo el resultado de su paso por la universidad, en la cual se había fundado la Facultad de Egiptología hacia los años ’20, y a la que había concurrido llevado por un genuino interés por el pasado de su tierra.
Yo seguía asiduamente los cursos de la Facultad de Arqueología, y estudiaba todo lo relacionado con el período faraónico: la vida cotidiana, los métodos guerreros, la religión (…) *
(*) Citado por Gamal el-Gitani, op.cit., 82.

Paralelamente, el prestigioso diario Al-Ahram (“Las pirámides”), fundado en 1857, dedicaba con frecuencia su suplemento cultural a aspectos del Egipto de los faraones, por lo que el interés por esa etapa de la historia nacional se fue extendiendo en el seno de la sociedad egipcia, pues avivaba el latente patriotismo al mostrarle a sus lectores los esplendores que otrora había tenido la nación.
En este período, Egipto conocía un nacionalismo exacerbado, y se oían por todas partes las llamadas a la restauración de los fastos faraónicos. Yo disponía de obras sobre la historia egipcia – se encontraban muchas excelentes obras en la época -, y decidí consagrar mi vida a una historia novelada de Egipto. *
(*) Id., íbidem, loc.cit.

Esa determinación de dedicarle su vida a la creación de una literatura egipcia faraónica no se vio cumplida en la realidad, pero cristalizó en casi cuarenta títulos destinados a novelar el pasado de su país, siempre con la perspectiva del encubrimiento, bajo la máscara de la antigüedad, de las realidades nacionales y de los temas que más le atraían de su sociedad.

En este sentido, Ramón Sánchez Lizarralde ha comentado: Mahfuz busca en el pasado un espejo en que puedan mirarse sus contemporáneos, naturalmente, un espejo deformante, no con las pretensión de ser fiel a la realidad de hace milenios, sino de buscar en aquella historia conflictos, virtudes y lacras que ayuden a interpretar el presente. (De su prólogo a La batalla de Tebas, ii).

Su relato fue publicado en un número extraordinario de la revista de Mussa, luego de ser rechazado por tres veces consecutivas, cuando aún llevaba el título de Hikma Jufu o “La sabiduría de Quéope”, que el editor se encargó de modificar por el de Abaz al-Aqdar. El famoso periodista Ahmed Haikal dijo de ella: [Ironía del Destino es] el auténtico comienzo de la novela histórica nacionalista. No enseña historia, sino que tiende a glorificarla. Su objetivo es profundizar en el sentimiento de gloria del pasado faraónico. (En el-Adab el-qisasi wa l-masrahi fi Misr, 256).

En tiempos de sus estudios secundarios, Mahfuz ya había tenido ocasión de familiarizarse con el Ivanhoe de Walter Scott, libro que dejaría una profunda huella en su espíritu y modelo de inspiración para esta producción del intelecto. Al igual que él, buscaba recrear una visión épica de su terruño. Pero llegó más lejos que aquel, pues su impacto fue descomunal en un momento en que sus lectores no podían evitar darse cuenta del mensaje subliminal que impregnaba el argumento.

Abaz al-Adqar o “Ironía del Destino” (“La maldición de Ra”)
La trama está ubicada en la época del rey Quéope, quien gobernó a comienzos de la Dinastía IV, en el Reino Antiguo, la era más deslumbrante y menos conocida de la historia faraónica. El argumento gira en torno al personaje de Radedef (el histórico Dyedefra), hijo del sumo sacerdote de Ra – que no lo era, sino que fue hermano o medio hermano de Quéope, cuando no su hijo -, desde su nacimiento hasta su ascensión al trono – lo que realmente ocurrió -. El relato está basado, indudablemente, en un antiguo cuento egipcio conocido como “El cuento de Quéope y los magos”, conservado en el Papiro Westcar (papiro Museo de Berlín 3033), que está datado en el siglo XII a.C. Es muy seguro que Naguib haya conocido la anécdota allí narrada y se haya inspirado en ella, ya que poco antes había traducido el libro de James Baikie.
El tema principal se centra en la fuerza ineludible del Destino, sin importar cuán poderoso sea o se considere el ser humano; el meollo de la cuestión es el enfrentamiento entre el Hombre y su Sino. Toda la obra es un llamado a encarar aquello que está predeterminado de antemano y que, ineludiblemente, debe cumplirse, no importa cuán grandes sean las fuerzas, esperanzas o empeños que se dediquen a evitarlo, ni los giros y desvíos que tomen los hechos. Quéope, en la cima de su gloria y poderío, reina firmemente sobre las Dos Tierras de Egipto, y como un memorial a su grandeza manda erigir la Gran Pirámide de Guiza. Pero por intermedio de un adivino de la corte, se entera que le sucederá en el trono, no un hijo de él, sino el del Sumo Sacerdote de Ra. Al estilo del Herodes del Nuevo Testamento, el rey manda matar al niño, pero con la asistencia de una servidora, éste consigue eludir su asesinato y su salvadora le cría como si fuera su propia madre. Con el transcurrir del tiempo, el ya crecido Radedef reclamará el trono que le pertenece por derecho divino. Quéope, finalmente, se rendirá ante la omnipotencia del Destino, falleciendo en el momento mismo de su aceptación, dándose cuenta de que así se cumplirá el “destino de grandeza manifiesto” de su país, coincidentemente con la necesidad de expresar un pensamiento compartido por muchos de los compatriotas contemporáneos de Mahfuz, en una suerte de recordatorio de los tiempos en que el rey egipcio no era sino una marioneta de los poderes extranjeros.
Un análisis estrictamente estilístico pronto llevará al lector a reconocer que no se trata de una de sus obras más depuradas, pero sí a reconocer su importancia como primicia de un frondoso árbol intelectual que pretendía reverdecer la conciencia nacional, así como un anticipo acabado de un estilo propio en el desenvolvimiento de la argumentación: fluído, intimista, pero, al mismo tiempo, avasallador, que ya hacía hincapié en los temas que luego serían característicos de la producción mahfuziana, como ser el patriotismo, los desequilibrios y amargas realidades sociales y el tratamiento patológico de los personajes, entre otros.
Radophis
Cuatro años más tarde, en 1943, cuando la Segunda Guerra Mundial estaba en su apogeo, Naguib publica su segunda novela histórica, continuando con su plan original, que le valió, en su país, el recibimiento del premio literario Qut el-Qulub, que resultó ser un verdadero espaldarazo a su carrera de escritor reconocido. Nuevamente, aquí recurre a bien conocidas anécdotas de la historia faraónica para introducir, en forma sutil, una crítica a determinados aspectos de las vicisitudes contemporáneas que vivían los egipcios por ese entonces.
La trama se reduce, aparentemente, a una historia de amor entre el soberano “Mernaré II” – que posiblemente sea Pepi II, cuyo largo reinado condujo a la caída del Reino Antiguo -, recién llegado al trono junto a su hermana “Nitocris” – bien conocida reina reinante de dicho período, pero no contemporánea de Pepi II, sino ligeramente posterior -, y la bella e irresistible cortesana “Rhadopis”, cuyo nombre griego significa “Aquella de las rosadas mejillas”, quien es mencionada por Heródoto en su Libro II (Euterpe), que hábilmente le enreda con sus artes y encantos. Pero por su lado, los sacerdotes planean apartar al monarca del poder ante sus incesantes devaneos y desvaríos amorosos y la insaciable ambición de riquezas y prestigio de su amante, que ponen en peligro a la integridad del país. El desenlace del relato no puede ser sino trágico para la pareja, y hasta se ha caracterizado al joven rey como una “figura shakesperiana”.
Si bien se ha catalogado al tema central del argumento como el Amor y su enfrentamiento con el destino, a diferencia del libro anterior, en esta oportunidad, el último no es una fuerza externa que manipula a los actores como marionetas, sino que se presenta como un incontrolable impulso interior de los mismos. Por otra parte, y vista en perspectiva, la trama se ha revelado como un increíble anticipo del verdadero destino que tendría, en 1952, el rey Faruk, hijo del rey Fuad, quien, a causa de su gran debilidad y servilismo político, y a su tren de vida de mujeriego y jugador impenitente, perdería la corona al ser derrocado y exilado a Europa por el advenimiento de los Oficiales Jóvenes liderados por Abdel Nasser, luego de ocurrido el “Sábado Negro” (26 de enero de 1952), durante el cual estallaron imparables revueltas populares que arrasaron gran parte de El Cairo, incluyendo tiendas, bares y salas nocturnas extranjeras, el Hotel Shephard y el Turf Club, que desaparecieron consumidos por las llamas de los incendios premeditados. Es cierto que el mismo autor ha negado la posibilidad de relacionar su obra con esos eventos futuros, pero las coincidencias son tan significativas que no puede dejar de pensarse si no será verdad aquello que habla de la capacidad premonitoria del inconsciente humano.
Las disquisiciones sobre la vida, la muerte y el Más Allá pueden resultar naturales en boca de los antiguos egipcios, pero, en este caso, reflejan los sentimientos profundos de una sociedad contemporánea herida, “asesinada”, en lo más profundo de su “ser nacional” por el oprobio soportado bajo el gobierno extranjerizante y pusilánime del rey Faruk. La figura de Rhadopis juega el papel simbólico de los atractivos ofrecidos por una “extraña”, una “extranjera”, que no pertenece a la “familia real de Egipto”, quien busca solamente enriquecerse a costa del deslumbrado y descontrolado monarca. La humillación de su comportamiento “antipatriótico” se refleja en la imagen de la hermana de Mernaré II, Nitocris, quien sufre estoicamente ante la situación, pero conserva el temple necesario como para darse cuenta de los errores fatales que comete aquel y que le llevarán a la ruina personal, preferible antes que la del reino.

Kifah Tiba o La batalla de Tebas
Al año siguiente, en 1944, en el momento más álgido de la gran conflagración mundial, Mahfuz publica la tercera y última de sus obras ambientada en el antiguo Egipto, antes de iniciar su época “realista”, si bien su redacción había tenido lugar entre 1937 y 1938. Esta novela le valió el galardón del Premio de Literatura del Ministerio de Educación egipcio, y su definitivo reconocimiento como un gran escritor nacional. El impacto que este relato produjo en sus lectores queda evidenciado en la primera crítica que tuvo, aparecida el 18 de septiembre del mismo año en que vio la luz de la imprenta, en el diario Al-Risalah:
En tanto que trato de contenerme en alabar esta novela, me veo preso por un desbordante sentimiento de entusiasmo y alegría, algo que me siento obligado a confesar al lector con la esperanza de que tal confesión me permita considerar la novela tan sobria y objetivamente como cabe a un crítico.
El comentarista no era otro que Sayed Qutub, el líder de la agrupación político-religiosa – ahora en la clandestinidad por subversiva – “Los Hemanos Musulmanes”, quien, en 1966, fue sentenciado a muerte y ahorcado por el gobierno de Nasser, tras atentar contra la vida del “Líder del Pueblo”.

El argumento ocurre en tiempos de los Hicsos o “Gobernantes de países extrajeros”, durante el cual dominaron el país de las pirámides, hacia el siglo XVI a.C., y se divide en tres partes: en la primera, Egipto es invadido y conquistado por los extranjeros de origen asiático, humillando al faraón con su derrota; en la segunda, se produce el retorno de Nubia, donde se había refugiado diez años antes, de Ahmose a Tebas, cuyo fin es el de organizar un ejército para enfrentar al invasor y vengar la muerte de su padre, Sekenenre – quien, aunque Naguib no identifica directamente, es sin duda Seqenenra Tao II, cuya destrozada momia yace actualmente en el Museo Egipcio de El Cairo -; por último, la parte final comienza con la entrada de los tebanos en el Alto Egipto y la liberación de las ciudades y sus habitantes.

Como bien ya lo ha remarcado Sánchez Lizarralde:
La batalla de Tebas difiere claramente de sus dos antecesoras principalmente en el hecho de que, pese a la aparición de unos personajes bien precisos con sus correspondientes pasiones y conflictos, el verdadero protagonista es el pueblo egipcio, o más bien los hechos históricos mismos, algunos hechos históricos, siendo las personas individuales meros accidentes del devenir …*
(*) En su prólogo a La batalla de Tebas, citado ut supra.

Un giro dramático, y, al mismo tiempo, sentimental, lo da el hecho de que Ahmose se enamora de la hija del odiado rey Apofis, pero esta nota melodramática, propia de una novela rosa, no afecta en lo más mínimo el nudo del argumento, que, claramente, refiere nna vez más, a la lucha nacionalista egipcia por desembarazarse de sus patrones ingleses, instalados desde 1892 en su país. Tan irrelevante le ha sonado esa historia de amor a los críticos, que Nuria Nuin y María L. Prieto, en su extensa introducción a la edición española de la novela Al-Maraya (“Espejos”, 48) no han dudado en afirmar que “incluso se puede suprimir sin que ello afecte a la estructura de la novela”, punto en el que, sin embargo, no podemos coincidir. Tal como ocurre en Rhadopis, nos hallamos ante la “fascinación perniciosa” que ejerce la “extranjera” sobre el conductor de los destinos del pueblo egipcio, y, de nuevo, nos encontramos con que el Amor – siempre unilateral del líder por La Otra – no es un poder suficientemente deseable o beneficioso para quien lo profesa: ese “amor mahfuziano”, en realidad, no es sino el preámbulo de la ruina y desgracia de Egipto. En este caso, Mahfuz no hace hincapié en la fuerza del destino – ni interior ni exterior -, como el que determina los acontecimientos, sino que centra su anécdota en la capacidad de lucha del pueblo egipcio por alcanzar su “destino manifiesto”. Algo que la Historia se encargaría de demostrar palmariamente con el ascenso de Abdel Nasser al gobierno de la nación egipcia en 1952.
El mismo Naguib lo confirma en una de las entrevistas reunidas por Gamal el-Gitani:
Para mis novelas Rhadopis e Ironía del Destino me había inspirado en leyendas egipcias. La batalla de Tebas reflejaba la situación que atravesaba Egipto en este período. Prestaba más atención al valor simbólico de los acontecimientos que a la exactitud histórica. *
(*) Citado en Gamal el-Gitani, op.cit., 81.

Al-Aish-fi-l-Haqiqa o “Vivir en la verdad”
Pasarían cuarenta y un años antes de que Mahfuz volviera a redactar una novela – y, en este caso, una novelette, como prefieren catalogarla los especialistas -, basada en personajes de la historia faraónica. En esta nueva producción literaria, el autor vuelve sobre un tópico caro a los intereses desde su adolescencia, como lo señala el propio título del relato, que, seguramente por razones meramente comerciales, ha sido volcado al español como Akhenatón, el rey hereje.
Como se puede imaginar, el argumento trata de la personalidad y la época del rey Ajenatón, pero no en forma contemporánea a su vida, como ocurría con los personajes de sus anteriores novelas, sino que usa el recurso de un joven llamado Miri-Amón, quien vive en los días posteriores a su reinado y cuya curiosidad por conocer la realidad de los hechos pasados le lleva a entrevistarse con cada uno de los principales actores de la “revolución amarniana”. De este modo, la acción va avanzando capítulo a capítulo, cada uno de ellos dedicado a un personaje diferente, y sin retornar sobre sus pasos o personajes ya tratados; hasta que, en una suerte de crescendo apasionante, va empujando al lector hacia el desenlace que revelará “la verdad” por parte de la ex reina Nefertiti.

Este estilo es conocido en la literatura árabe clásica como una rihla, y ya lo había empleado anteriormente en su relato Rihlat Ibn Fattuma (“El viaje del hijo de Fatuma”), publicada en 1983 – en 1996 apareció la versión en español, traducida por M. L. Prieto y M. el-Madkuri. Efectivamente, la trama se desarrolla como un genuino viaje, una suerte de búsqueda, una realidad que los contemporáneos de Miri-Amón se encargan de relatarle según sus propios puntos de vista. No debe tratarse de encontrar en esta ficción una auténtica historia del Período Amarniano, sino que el autor ha tratado de presentar su opinión personal acerca de los grandes interrogantes que dicha era despierta en todos y cada uno de nosotros. De hecho, se hace hincapié en aspectos como la controvertida “femineidad” atribuida a Ajenatón por algunos especialistas – como Auguste Mariette a finales del siglo XIX o Arthur Weigall a comienzos del XX -, o a la “demencia” que gratuitamente se le endilgó y que terminaría en las insultantes propuestas de que padecía el síndrome de Fröhlich u otra enfermedad degenerativa que le llevó a ser un impotente, a las que adhirieron otros estudiosos, entre ellos el fallecido Cyril Aldred.
Probablemente ésta sea la única de las novelas de Mahfuz en donde la ambientación en el antiguo Egipto no sirva de pantalla a las críticas socio-políticas que hace a su sociedad contemporánea, sino que sea el producto de sus inquietudes y planteos personales referidos a una figura enigmática y exótica de la antigüedad egipcia.
Nuevamente vamos a encontrar el tema del Amor como responsable de la ruina de quien lo profesa, y, en este sentido, una comparación con la figura de Jesucristo y su prédica no parece fuera de lugar ni se presta a irreverencia alguna: todos sabemos cuál fue el destino final de quien los musulmanes consideran en línea con el Profeta, y cuyo mensaje era el Amor desinteresado por el prójimo y el Mundo.

A propósito de ello, vale la pena recordar la frase atribuida a Jesucristo en la tradición oral: “Yo soy la Paz, y en mi nombre haréis la guerra”. Un recordatorio muy a tono con los eventos que sacuden el Medio Oriente en estos momentos.

Ningún interesado en la Egiptología puede ignorar el gran valor, no sólo literario sino también histórico propiamente dicho, que poseen estas primeras obras del Premio Nobel de Literatura de 1988 para un acercamiento relevante al tema de su interés.

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PROFESOR JORGE ROBERTO OGDON robertogdon@egiptologia.zzn.com
Fundador y Director (1995 al presente)Centro de Estudios del Antiguo EgiptoRepública Argentina – SudaméricaEx Fundador y Director (1978-1988)Centro de Investigaciones Egiptológicasde Buenos Aires, República ArgentinaEx Secretario General (1974-1978)Instituto de Egiptología de la ArgentinaRepública ArgentinaDirector Científico (2000-2003)Revista de Egiptología-IsisMálaga – EspañaColaborador de numerosas publicacioneslocales y extranjeras, i.a.:Göttinger Miszellen (Gotinga)The Journal of Egyptian Archaeology (Londres)Zeitschrift für Ägyptische Sprache (Leipzig)Serapis. The American Journal of Egyptology (Chicago)Discussions in Egyptology (Oxford)Seshat (Londres)Bulletin of the Egyptological Seminar (Nueva York)Cahiers Caribéens d’Égyptologie (Guyana)Revista de la Sociedad Uruguaya de Egiptología (Montevideo)Aegyptus Antiqua (Buenos Aires)Apuntes de Egiptología (Buenos Aires)
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